Bajo el manto de un cielo que ha olvidado su azul, se despliega el escenario de «Las Horas Perdidas». Aquí, entre la sombra y el susurro del tiempo que se escurre, se erige el parque olvidado, un bastión de momentos que una vez brillaron con la promesa de la eternidad, pero que ahora yacen dormidos en la memoria colectiva.

La protagonista de esta escena, etérea y distante, camina por el sendero de la reminiscencia, sus pasos un réquiem silencioso por las horas que se han deslizado como granos de arena entre los dedos del destino. Cada paso es un eco, cada respiro un verso en el poema que narra la historia de los instantes que se han fugado sin dejar rastro.

Los carruseles, una vez carruajes de risas infantiles, giran ahora solo con el viento, portando los fantasmas de la alegría que se ha perdido en el torbellino del pasado. Las figuras talladas, nobles en su quietud, sostienen el peso de las miradas ausentes y la carga pesada de los sueños olvidados.

Este paisaje, capturado en la eterna quietud del blanco y negro, es un lienzo donde se pintan las sombras de lo que fue. «Las Horas Perdidas» se convierte en una meditación visual, un reflejo de aquellos momentos abandonados en los rincones polvorientos del corazón, donde la luz todavía se filtra a través de las grietas del olvido.

La dama, una silueta contra la luz difusa, contempla este reino de suspiros perdidos, su presencia un faro para las almas que buscan el significado en los silencios entre los segundos. En la exposición de Magnum, esta obra invitaría a los espectadores a pasear por los jardines de la memoria, a recoger las horas perdidas y a encontrar la belleza en el abandono, el arte en el desvanecimiento de la vida que se apresura implacablemente hacia adelante.